¿Qué somos sino la suma de influencias que esculpen nuestra singularidad? Están las influencias familiares, las culturales... Todas nos van modelando. Ciertos artistas nos influyen notablemente. Admiramos a algunos de ellos, nos identificarnos con su producción y nos estimulan a la acción. Las influencias suceden, no siempre las elegimos. Aceptamos inconcientemente el convite a sus intensidades, sus colores, sus ritmos, a sus modos de ver el mundo.
Es el caso de Tarantino y Almodóvar. Realizadores que a su vez son el claro resultado de una suma de influencias de otros realizadores cinematográficos. Cineastas a los que citan en cada una de sus películas. Hoy han conseguido una estética muy particular, un lenguaje propio, una identidad como artistas. Su procedimiento nos envía a una reflexión sobre dicha identidad. ¿Será que una identidad se construye en la posibilidad de asumir las influencias y apoyando sobre las mismas ir a la búsqueda de nuestra propia producción subjetiva? ¿No es el caso del tango por ejemplo? Confluyen en él rasgos de diferentes ritmos: raíces afrolatinas y europeas se combinan hasta quedar condensadas en la música que caracteriza a la región rioplatense. Ciertas corrientes de pensamiento sobre la identidad parecieran pretender forjar la misma sobre un borramiento de las influencias en función de ciertos mandatos chauvinistas. Esta concepción de lo identitario descree del valor de las llaves. ¿Qué serían las llaves? Serían esos instrumentos capaces de enviarnos a nosotros sin ser nosotros mismos. Es el jazz en Piazzola para crear un nuevo tango. La llave adquiere su sentido en la función que cumple: habilita operaciones de apertura. En la lógica descripta hablamos de una apertura a los propios deseos, los propios temas... hasta la emergencia del propio gesto. De tal modo y en nuestra experiencia, Tarantino y Almodovar nos envían, resuenan, nos conectan con nuestras propias vivencias. Amamos, nos frustramos por amor, desafiamos a lo dado culturalmente para poder amar junto al creador de Matador. Y se revela nuestro propia necesidad de venganza, de justicia poética junto al director de Kill Bill. Hemos tenido que transponer al lenguaje del teatro los códigos del cine, hemos homenajeado sin solemnidad a nuestras influencias cinematográficas, hemos jugado como cuando niños ha pertenecer a ese mundo de películas, estamos jugando a la música de sus palabras, estamos jugando a lo desopilante de sus situaciones, estamos construyendo nuestra propia obra. Indiscutible es la pregnancia de los artistas elegidos, ellos son los maestros de ceremonia de este ritual que, en estas primeras experiencias frente a público, parece dejar a algunos espectadores con ganas de jugar a lo mismo que nosotros: a no perder el placer de actuar.
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